“Ante los resultados de un siglo de instituciones, cabe preguntarse, por
lo demás, si no habría salido más beneficioso al país el gobierno de sus poetas
que el de sus políticos…” L. Lugones.
Sarmiento hace mediar una “i” en el
título de su obra principal: “Civilización
i Barbarie”. No usa una “o” que hubiera acentuado la oposición entre esos
dos polos y tampoco usa una tradicional “y”, con lo cual se remarca más una
supuesta intención inclusiva. Lo llamativo, es que Sarmiento no deja en cada
una de sus líneas de pretender marcar las diferencias entre una civilización y
una barbarie.
En la cultura siempre se construyeron
binomios, porque los pares opuestos simplifican las cosas. Son contundentes,
rotundos, de naturaleza casi inapelable. La historia misma no se cansa de repetirlos:
gibelinos y güelfos, liberales y conservadores, comunistas y demócratas. Como
si nacieran todos de un binomio fundamental, el bien y el mal, suele verse el
vicio tan dañino para la cultura de simplificar a los dos extremos: siendo el
lado al que se identifica el bueno, el idealizado y el otro el malo, al que se
le depositan solamente características negativas. Deja de verse la infinita
gama de grises y se opta por los extremos del blanco y el negro.
La cultura de nuestro país, heredando
la pasión de las rivalidades europeas más clásicas, no escapa a ese uso del
binomio. El más importante y uno de los primeros: el singularísimo uso de la
oposición entre unitarios y federales,
par heredado de otro, más grande aún: civilización contra barbarie. Leopoldo
Lugones cree que en parte este provino de otro binomio: el colonialismo
(bárbaro) contra la independencia (civilizada).
Es precisamente él quien en el capítulo
III y IV de su “Historia de Sarmiento”, da una explicación ejemplar de “El
medio histórico” (capítulo III) de entonces. Ni federal, ni unitario, pero
tampoco cayendo en la comodidad de la no elección, comenta su versión (así
exige la actualidad que se denomine) del desarrollo político de entonces. La
elección -en todo caso- que hace Lugones, y a la que se debe, es el
reconocimiento de la importancia de Sarmiento como hombre, escritor y actor
fundamental del desarrollo de la Nación.
Para Lugones, el caudillo es heredero
del antiguo conquistador. “Por esto nunca ha habido un caudillo gaucho. Todos
fueron hombres decentes agauchados, […] consistiendo toda su democracia en una
habilidad mayor para fomentar las pasiones instintivas de la multitud mestiza,
con la cual jamás pensó igualarse”. El poeta explica el devenir del caudillo:
siendo representante de la Europa y del mundo blanco, jefe heredero de la
conquista, se encontró, comenzada la independencia, con sus destinos comerciales
completamente tapados. Por un lado, Buenos Aires monopolizaba los recursos
aduaneros, por el otro, el norte y el oeste se encontraban “incendiados de
guerra fronteriza”. La autonomía y prosperidad económicas que las provincias
supieron alguna vez tener, se encontraban completamente congeladas. Es así que
el interés de estos caudillos, irremediablemente se deslizó hacia la política,
condiciendo al pueblo, ahora convertido en soldados o votantes.
El Romanticismo, tan presente en la
época en que Sarmiento escribió, seguía manifestándose en Lugones, que supo
reconocer como momento iniciático el día en que leyó un libro de ciencias
naturales de la biblioteca que Sarmiento supo expandir por todo el país,
aquella que presentaba sus ejemplares de tapas verdes con el escudo dorado de
la Nación en el lomo. No debe extrañarnos entonces que Lugones, en perfecta
armonía con el Romanticismo, preste tanta atención a la cuestión del medio
geográfico y natural en donde se desarrolló el conjunto de los caudillos.
Describe a aquél hombre federal como
descreído de la ley e individualista, en tanto señor feudal que peleó en
soledad por la conquista; inexorablemente creyente; generoso por ostentación;
corajudo gracias a su vocación de heroísmo; manso en su vida tranquila normal y
cruel cuando se exalta; poco sumiso a la ley; pesimista, intolerante, vanidoso.
Cualidades todas emparentadas con su espacio natural: una vida sin exigencias
gracias a la explotación de su riqueza asegurada por la tierra extensa y la
carencia de oposición a su poder personal. Todas estas características lo convierten
en “monárquico”, en el levemente exagerado “tirano” que aplica Lugones o, en
definitiva y en términos actuales, en personalista.
Pero más allá de las críticas
evidentes de Lugones, él reconoce que estos caudillos al menos propendieron al
sufragio universal y por lo tanto a la democracia. Reconocimiento importante al
tener en cuenta que conformaban la elite tradicional de la Nación y nunca
dejaron de ser defensores de las instituciones tradicionales. Ejemplo rotundo
de esto es la bandera negra de Facundo: “Religión o muerte”.
Y del otro lado se encontraba la
“civilización”, a la que Lugones también sabe cuestionar, sin dejar de
reconocer, sin embargo, el devenir de la República en base a las realidades mezquinas
de ambos partidos: “Lo que aseguró aquí la República, fue el egoísmo
provinciano, organizado en partido federal, como lo que salvó las libertades
esenciales a la vida civilizada, fue el egoísmo porteño organizado en partido
unitario.”
Rosas era de pura cepa aristocrática
y fanático religioso, Rivadavia era liberal, moderno, y por lo tanto plebeyo,
condición social de la que los federales supieron burlarse, asignándole
irónicamente el apodo de “el señor Rivadavia”.
“Nada hay más parecido a un federal que un
unitario”, comenta Lugones, “no se
infiera de ellos que me parezca aceptable la ya clásica división de Sarmiento;
desde que su mismo Facundo, por la graduación militar y el linaje no era un
bárbaro.” “Belgrano, al partir en su
misión diplomática a Europa, era republicano entusiasta. Volvió de Europa
completamente monárquico. Había cambiado hasta su modo de vestir, lo cual es
típico entre nosotros. Los generales Rodríguez y Balcarce empezaron siendo
federales y luego volviéronse unitarios. Los doctores Elizalde y Vélez Sarfield
fueron unitarios antes de Rosas, después federales con éste; luego, unitarios
otra vez. Lamadrid, con su habitual inconsciencia, presenta el caso más típico.
Unitario, se entiende con Rosas que le reconoce sus grados y le confía una
misión politicomilitar, para la cual el entusiasta guerrero ha compuesto hasta
vidalitas federales:
Perros unitarios,
Vidalita
Nada han respetado…
A pocas leguas de Buenos Aires, ya es
unitario otra vez, y vuelve contra Rosas la fuerza que éste le confiara. El
único argentino que se interesa por Rivadavia, cuando va a abandonar el país
desterrado y pobre, es Facundo Quiroga, que ofrece su fianza para salvarlo del
ostracismo, y arriesga por despedirlo un chapuzón en el río.”
“Miembros de una clase formada por
escaso número de familias, casi todas emparentadas entre sí al cabo de dos
siglos de permanencia, no había tales bárbaros ni tales civilizados. Sus
diferencias son meras situaciones accidentales que, al variar, los cambian
también de partido. Los dos tipos que Sarmiento pretende establecer en su
Facundo, no han existido nunca. El argentino decente, sea mediterráneo o
litoral, no se diferencia sino en el acento. Es que, sobre todo en los primeros
tiempos, se trata de un hidalgo español, tipo característico y uniforme si los
hay. Ahí están su filiación y su carácter.”
Los unitarios también devinieron en
monárquicos, según Lugones: el privilegio del blanco sobre el mestizo es un
claro ejemplo del por qué. Entonces, los federales propondrían un tirano como
gobernante, y los unitarios al gobernante superior y genial, como se dijo, de
todos modos se caía en el gobierno de carácter monárquico. De esto resultó la
lucha entre estos dos bandos. La historia de Argentina parece mostrar versiones
de estás oposiciones una y otra vez.
Lugones es contundente hacia su
maestro, que en su obra principal ha hecho, según él, uso de “un retórico
ejercicio de la antítesis”, demostrando así reconocimiento hacia Sarmiento en
tanto escritor sagaz y hombre activísimo y fuerte de la política, pero a la vez
atreviéndose a rever la historia oficial de entonces de la Argentina.
El poeta termina defendiendo la
división planteada por Alberdi, que define a dos tipos de hombre americano-español:
el hombre del litoral y el hombre de tierra adentro. Se da cuenta de una
obviedad, porque el hombre del litoral puede volverse hombre de tierra adentro,
y para el caso inverso lo mismo y en efecto esto es lo que sucedía entonces.
La perspectiva que el tiempo debería permitirnos
entender a entender a Sarmiento de una manera compleja. El binomio que él
alentó debía necesitar, seguramente, de una exageración, muchas veces retórica,
muchas veces trágicamente fáctica. Él hizo uso de la literatura, y ahí
encontramos lo más rico –su Facundo- pero también muchas otras veces hizo uso de
la política y de su militarismo esencial.
Nadie puede cuestionar la fuerza de
Sarmiento para lograr su propósito, eso sería desconocer su biografía más
básica. Nadie debería ignorar que él haría uso de cualquier herramienta para
que aquel se lleve a cabo.
La enemistad en vida entre Sarmiento
y el otro gran escritor de entonces, Hernández, ha ayudado agrandar las
diferencias de aquellas dos versiones de la Nación. Las obras de ambos, esencialmente
opuestas, combaten de una manera maravillosa y bienvenidas sean esas batallas
literarias, que tanto mejor son que las que se dan con la violencia que la vida
real requiere.
Se conoce la preferencia de la
historia cultural de Argentina por determinar al Martín Fierro como libro nacional. Sin duda tiene con qué serlo,
pero los argentinos no deberíamos apartar nuestra vista de las líneas del grito
constante que pega el Facundo, que pareciera exclamar con fuerza,
advirtiéndonos de un posible destino de barbarie. Sarmiento pareciera ser un
gran intuitivo, que, ante el miedo de que nunca nos determinemos en algo y
nademos entre los dos binomios, nos diga: “elijan la civilización por favor”.
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