martes, 6 de enero de 2015

Ni civilización, ni barbarie: Sarmiento a través de Lugones

                  “Ante los resultados de un siglo de instituciones, cabe preguntarse, por lo demás, si no habría salido más beneficioso al país el gobierno de sus poetas que el de sus políticos…” L. Lugones.




Sarmiento hace mediar una “i” en el título de su obra principal: “Civilización i Barbarie”. No usa una “o” que hubiera acentuado la oposición entre esos dos polos y tampoco usa una tradicional “y”, con lo cual se remarca más una supuesta intención inclusiva. Lo llamativo, es que Sarmiento no deja en cada una de sus líneas de pretender marcar las diferencias entre una civilización y una barbarie.
En la cultura siempre se construyeron binomios, porque los pares opuestos simplifican las cosas. Son contundentes, rotundos, de naturaleza casi inapelable. La historia misma no se cansa de repetirlos: gibelinos y güelfos, liberales y conservadores, comunistas y demócratas. Como si nacieran todos de un binomio fundamental, el bien y el mal, suele verse el vicio tan dañino para la cultura de simplificar a los dos extremos: siendo el lado al que se identifica el bueno, el idealizado y el otro el malo, al que se le depositan solamente características negativas. Deja de verse la infinita gama de grises y se opta por los extremos del blanco y el negro.
La cultura de nuestro país, heredando la pasión de las rivalidades europeas más clásicas, no escapa a ese uso del binomio. El más importante y uno de los primeros: el singularísimo uso de la oposición entre  unitarios y federales, par heredado de otro, más grande aún: civilización contra barbarie. Leopoldo Lugones cree que en parte este provino de otro binomio: el colonialismo (bárbaro) contra la independencia (civilizada).
Es precisamente él quien en el capítulo III y IV de su “Historia de Sarmiento”, da una explicación ejemplar de “El medio histórico” (capítulo III) de entonces. Ni federal, ni unitario, pero tampoco cayendo en la comodidad de la no elección, comenta su versión (así exige la actualidad que se denomine) del desarrollo político de entonces. La elección -en todo caso- que hace Lugones, y a la que se debe, es el reconocimiento de la importancia de Sarmiento como hombre, escritor y actor fundamental del desarrollo de la Nación.
Para Lugones, el caudillo es heredero del antiguo conquistador. “Por esto nunca ha habido un caudillo gaucho. Todos fueron hombres decentes agauchados, […] consistiendo toda su democracia en una habilidad mayor para fomentar las pasiones instintivas de la multitud mestiza, con la cual jamás pensó igualarse”. El poeta explica el devenir del caudillo: siendo representante de la Europa y del mundo blanco, jefe heredero de la conquista, se encontró, comenzada la independencia, con sus destinos comerciales completamente tapados. Por un lado, Buenos Aires monopolizaba los recursos aduaneros, por el otro, el norte y el oeste se encontraban “incendiados de guerra fronteriza”. La autonomía y prosperidad económicas que las provincias supieron alguna vez tener, se encontraban completamente congeladas. Es así que el interés de estos caudillos, irremediablemente se deslizó hacia la política, condiciendo al pueblo, ahora convertido en soldados o votantes.
El Romanticismo, tan presente en la época en que Sarmiento escribió, seguía manifestándose en Lugones, que supo reconocer como momento iniciático el día en que leyó un libro de ciencias naturales de la biblioteca que Sarmiento supo expandir por todo el país, aquella que presentaba sus ejemplares de tapas verdes con el escudo dorado de la Nación en el lomo. No debe extrañarnos entonces que Lugones, en perfecta armonía con el Romanticismo, preste tanta atención a la cuestión del medio geográfico y natural en donde se desarrolló el conjunto de los caudillos.
Describe a aquél hombre federal como descreído de la ley e individualista, en tanto señor feudal que peleó en soledad por la conquista; inexorablemente creyente; generoso por ostentación; corajudo gracias a su vocación de heroísmo; manso en su vida tranquila normal y cruel cuando se exalta; poco sumiso a la ley; pesimista, intolerante, vanidoso. Cualidades todas emparentadas con su espacio natural: una vida sin exigencias gracias a la explotación de su riqueza asegurada por la tierra extensa y la carencia de oposición a su poder personal. Todas estas características lo convierten en “monárquico”, en el levemente exagerado “tirano” que aplica Lugones o, en definitiva y en términos actuales, en personalista.
Pero más allá de las críticas evidentes de Lugones, él reconoce que estos caudillos al menos propendieron al sufragio universal y por lo tanto a la democracia. Reconocimiento importante al tener en cuenta que conformaban la elite tradicional de la Nación y nunca dejaron de ser defensores de las instituciones tradicionales. Ejemplo rotundo de esto es la bandera negra de Facundo: “Religión o muerte”.
Y del otro lado se encontraba la “civilización”, a la que Lugones también sabe cuestionar, sin dejar de reconocer, sin embargo, el devenir de la República en base a las realidades mezquinas de ambos partidos: “Lo que aseguró aquí la República, fue el egoísmo provinciano, organizado en partido federal, como lo que salvó las libertades esenciales a la vida civilizada, fue el egoísmo porteño organizado en partido unitario.”
Rosas era de pura cepa aristocrática y fanático religioso, Rivadavia era liberal, moderno, y por lo tanto plebeyo, condición social de la que los federales supieron burlarse, asignándole irónicamente el apodo de “el señor Rivadavia”.
 “Nada hay más parecido a un federal que un unitario”, comenta Lugones,  “no se infiera de ellos que me parezca aceptable la ya clásica división de Sarmiento; desde que su mismo Facundo, por la graduación militar y el linaje no era un bárbaro.”  “Belgrano, al partir en su misión diplomática a Europa, era republicano entusiasta. Volvió de Europa completamente monárquico. Había cambiado hasta su modo de vestir, lo cual es típico entre nosotros. Los generales Rodríguez y Balcarce empezaron siendo federales y luego volviéronse unitarios. Los doctores Elizalde y Vélez Sarfield fueron unitarios antes de Rosas, después federales con éste; luego, unitarios otra vez. Lamadrid, con su habitual inconsciencia, presenta el caso más típico. Unitario, se entiende con Rosas que le reconoce sus grados y le confía una misión politicomilitar, para la cual el entusiasta guerrero ha compuesto hasta vidalitas federales:

Perros unitarios,
Vidalita
Nada han respetado…
A pocas leguas de Buenos Aires, ya es unitario otra vez, y vuelve contra Rosas la fuerza que éste le confiara. El único argentino que se interesa por Rivadavia, cuando va a abandonar el país desterrado y pobre, es Facundo Quiroga, que ofrece su fianza para salvarlo del ostracismo, y arriesga por despedirlo un chapuzón en el río.”
“Miembros de una clase formada por escaso número de familias, casi todas emparentadas entre sí al cabo de dos siglos de permanencia, no había tales bárbaros ni tales civilizados. Sus diferencias son meras situaciones accidentales que, al variar, los cambian también de partido. Los dos tipos que Sarmiento pretende establecer en su Facundo, no han existido nunca. El argentino decente, sea mediterráneo o litoral, no se diferencia sino en el acento. Es que, sobre todo en los primeros tiempos, se trata de un hidalgo español, tipo característico y uniforme si los hay. Ahí están su filiación y su carácter.”
Los unitarios también devinieron en monárquicos, según Lugones: el privilegio del blanco sobre el mestizo es un claro ejemplo del por qué. Entonces, los federales propondrían un tirano como gobernante, y los unitarios al gobernante superior y genial, como se dijo, de todos modos se caía en el gobierno de carácter monárquico. De esto resultó la lucha entre estos dos bandos. La historia de Argentina parece mostrar versiones de estás oposiciones una y otra vez.
Lugones es contundente hacia su maestro, que en su obra principal ha hecho, según él, uso de “un retórico ejercicio de la antítesis”, demostrando así reconocimiento hacia Sarmiento en tanto escritor sagaz y hombre activísimo y fuerte de la política, pero a la vez atreviéndose a rever la historia oficial de entonces de la Argentina.
El poeta termina defendiendo la división planteada por Alberdi, que define a dos tipos de hombre americano-español: el hombre del litoral y el hombre de tierra adentro. Se da cuenta de una obviedad, porque el hombre del litoral puede volverse hombre de tierra adentro, y para el caso inverso lo mismo y en efecto esto es lo que sucedía entonces.
La perspectiva que el tiempo debería permitirnos entender a entender a Sarmiento de una manera compleja. El binomio que él alentó debía necesitar, seguramente, de una exageración, muchas veces retórica, muchas veces trágicamente fáctica. Él hizo uso de la literatura, y ahí encontramos lo más rico –su Facundo-  pero también muchas otras veces hizo uso de la política y de su militarismo esencial.
Nadie puede cuestionar la fuerza de Sarmiento para lograr su propósito, eso sería desconocer su biografía más básica. Nadie debería ignorar que él haría uso de cualquier herramienta para que aquel se lleve a cabo.
La enemistad en vida entre Sarmiento y el otro gran escritor de entonces, Hernández, ha ayudado agrandar las diferencias de aquellas dos versiones de la Nación. Las obras de ambos, esencialmente opuestas, combaten de una manera maravillosa y bienvenidas sean esas batallas literarias, que tanto mejor son que las que se dan con la violencia que la vida real requiere.
Se conoce la preferencia de la historia cultural de Argentina por determinar al Martín Fierro como libro nacional. Sin duda tiene con qué serlo, pero los argentinos no deberíamos apartar nuestra vista de las líneas del grito constante que pega el Facundo, que pareciera exclamar con fuerza, advirtiéndonos de un posible destino de barbarie. Sarmiento pareciera ser un gran intuitivo, que, ante el miedo de que nunca nos determinemos en algo y nademos entre los dos binomios, nos diga: “elijan la civilización por favor”.


jueves, 21 de agosto de 2014

“Breve historia de la Argentina” de Romero


“Breve historia de la Argentina” de Romero sigue consolidándose como un clásico contemporáneo. Quizás no sea, como se pretende dar a entender en la tapa de la última edición, una llave acabada –o un conjunto de ellas- con la cual abrir las puertas simbólicas al pasado, presente y futuro de esta nación, pero al menos llega a ser algo parecido al material con el cual alguien, eventualmente, podría llegar a tallar algo tan sutil como aquella llave.

El lector que pretenda tener una noción básica y general de la historia de la Argentina sabrá disfrutar la dinámica del libro, que se presenta ágil, simple y directo. El relato se sucede mayormente entre hechos puntuales, contados de manera sintética, porque esa es la noción general del libro. Este lector se encontrará con la narración de los hechos, que por sí mismos presentan las potencialidades necesarias para empezar un cuestionamiento sobre el transitar de nuestra nación. Sin dejar de transmitir una determinación ideológica, el autor no abunda como para que el diálogo con el lector no se concrete y las polémicas terminen cerradas. Si este se anima lo suficiente, los cuestionamientos serán muy ricos.

El lector más entendido deberá reconocer las omisiones (la Batalla de Vuelta de Obligado, la campaña del desierto de Rosas y la de Roca, el asesinato de Peñaloza); tratar de contextualizarlas en el intento sintético del autor, en el desafío de presentar la historia argentina en un todo abarcativo. El mismo Leopoldo Lugones en “Historia de Sarmiento” supo reconocer el trato indebido hacia Peñaloza, en tanto su condición de ex general de la nación, y con respecto a Rosas supo reconocerle un buen accionar en lo que respecta a la noción de territorio nacional, en oposición a las especulaciones desde los unitarios de Montevideo, que pusieron en riesgo gran parte del mismo.

Como se dijo anteriormente, el autor accede a cierto posicionamiento ideológico y es muy claro al dedicarle a Rosas una carilla entera –bastante para el ritmo natural del libro- en las que comenta los atrasos de la nación a lo largo del período en que él estuvo al mando del país. El lector crítico podrá transitar una disputa ideológica con el escritor, en caso de pretenderla, sin por eso hastiarse, como sucede tantas veces con escritos que transmiten una intención ideológica cerrada, dejando de lado la complejidad misma de cada hecho histórico – complejidad intrínseca por cierto. Esa no es la intención de la obra en absoluto, y hay ahí otro  punto fuerte a favor del libro.

La noción de relato se concreta además con la agrupación en cuatro eras características de nuestra historia: era indígena, era colonial, era criolla y era aluvial, que funcionan como cuatro patas monumentales que sostienen a la historia argentina. Una mirada hacia la primera de estas eras deja en claro una gran falta que sufrimos como nación: conocemos muy poco sobre lo anterior a la época de la colonia. Las pinceladas descriptivas sobre el modo en que vivían los indios nativos no son más que un intento de armar algo de la historia sobre aquellos pueblos, de los que se sabe como único hecho histórico el sometimiento que tuvieron que pasar una vez llegado el conquistador. Luego del sometimiento vinieron las muertes en masa y lo más triste de todo: el gusto amargo y prolongado que deja saber que además hubo desaparición cultural.

Luego de transitar las agitadas eras que moldearon a la nación, hacia una identidad característica  -era colonial y criolla -, se llega a la era aluvial, que desafía al autor porque es entonces donde debe desarrollar los hechos cercanos al hoy de la Argentina. Se describe la dinámica propia de los cambios contemporáneos sin dejar de opinar de manera concisa pero directa. No se escatima en hacer referencia al el reiterado fraude electoral de los gobiernos conservadores, ni de hablar de “Alarde de demagogia”, “Demagogia verbal” por Perón.

El hijo de José Luis Romero, Luis Alberto, se encarga de continuar la breve historia de la Argentina, añadiendo capítulos que muestran lo ocurrido luego de 1973 hasta el año 2013. Lo hace en plena sintonía técnica y  armonía estética con los anteriores capítulos escritos por su padre. Lo hace también poniendo como protagonista al concepto de “democracia”, otorgándole la ponderación que se merece.

La descripción que se hace en cada una de estas eras, en el transcurrir en el relato de los hechos, brinda una noción precisa de qué se le jugó a la nación en esos momentos. Son cuatro momentos característicos de nuestra historia y en ese punto también acierta el autor: hay un buen ordenamiento de los hechos para que se comprenda qué valores entraban juego, que conceptos se definían en el desarrollo de la nación.

Por último, la obra tiene cierto color actual, más allá de estar escrita en su mayor parte cinco décadas atrás. El modo en que se dinamizan los conceptos permite pensar a la Argentina a través del presente, con todos los cuestionamientos que sean necesarios.

domingo, 17 de agosto de 2014

Presentación




Una de las cualidades más cautivantes de la literatura es la de poder contener cualquier entidad existente en el universo. La historia, por supuesto, entra en ese universo. Lo hace con la particularidad de mantener algunas veces una relación dinámica con la literatura: ambas pueden devenir en la otra.
Los ejemplos en nuestro país son muchos y muy ricos. Moreno, Belgrano, Castelli: todos escritores pertenecientes a nuestra elite intelectual encargada de darle letra al movimiento emancipatorio de Mayo de 1810. Los integrantes de la generación del 37, encargada de sentar las bases de la república, además fueron autores de los primeros clásicos nacionales: Echeverría con El Matadero, Sarmiento con Facundo, Mármol con Amalia. A través de la literatura se intentó dar identidad a una nación necesitada de héroes, mitos, un pasado en común. El Martín Fierro es nuestro libro nacional y, tiempo después, los modernistas intentaron reivindicarlo, a la vez que pretendieron un segundo proceso de creación de una literatura nacional. Además, esa generación, si bien renegó de Lugones, también lo supo tener como maestro. Hay ensayos que afirman que con el suicidio del poeta se termina el modo de ser del escritor comprometido enérgicamente con la política nacional.
No hay mejor modo de conocer a un personaje histórico que teniendo en cuenta su producción misma como elemento primordial. Al mismo tiempo, ningún escritor deja de ser un escritor de su tiempo. Hechos y letras se conjugan dinámicamente en una misma cosa. Letras por la historia intentará recorrer la historia desde un modo literario y la literatura desde un modo historicista.